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EL ÁRBOL EN EL QUE TE CONOCÍ

Ilustración de Aio Eveson (Su blog aquí.)
(¡¡Gracias por el dibujo Aio!! Me encanta :) Y espero que la historia esté a la altura ^^).


A diferencia de lo que otros puedan pensar, nosotros, los ángeles, tenemos prohibido sentir. Nuestra tarea es simple: velar por los humanos. Y, para ello, debemos apartar las emociones que puedan surgir y no dejar que nada nos una a esos seres perecederos.

Para que esta norma —de vital importancia para el buen funcionamiento de nuestro régimen— sea cumplida sin excepción, os voy a explicar un caso real, ocurrido algunos siglos atrás, y que marcó un antes y un después en lo que antaño se conocía como la Orden de los Ángeles de la Guarda:


Anael era una joven ángel recién llegada a la orden. Sus ganas de hacer un trabajo digno e inmejorable eran asombrosas. Se esforzaba en cada una de las clases que se impartían en la academia, forjando con tenacidad una carrera profesional prometedora. Aunque lo que más destacaba de ella era su empatía para con los demás.

El día que se le concedió su primer caso —un joven con pelo castaño, no demasiado alto y de complexión delgada; lleno de sueños y de fantasías en su cabeza— a la joven casi se le cae el alma a los pies. Desde lo alto de la fuente del oráculo, dónde podían observar la tierra, miró al que sería su protegido y dejó escapar un suspiro. Estaba en un viejo árbol, apoyando su espalda en el tronco. Miraba distraído entre las hojas de los árboles, imaginándose mil historias cargadas de magia y fantasía. Siempre le había gustado inventar historias y, aquel lugar, perdido en medio de la pradera cercana a su casa, era el lugar perfecto para dejarse llevar por su imaginación.

—Pero, señor —dijo Anael sin dejar de mirar al chico a través de la fuente—, pensaba que me otorgaríais la oportunidad de trabajar con alguien más... no sé... más problemático.

Su mentor, el Ángel Gandiel, un ángel de gran corpulencia y sonrisa afectuosa, miró a la joven.

—Pequeña, a veces, las almas que parecen más calmadas, aquellas que jamás dirías que viven en tormento, son las que esconden los mayores infiernos. —Anael le miró extrañada y regresó los ojos hacia el joven. ¿Cómo una criatura como aquella, que parecía feliz solo de estar bajo la sombra de aquel enorme árbol, podía estar viviendo un infierno?—. Te recomiendo que antes de juzgar el alma que te ha sido encomendada, pases un tiempo a su lado, conociéndole mejor.

La joven suspiró de nuevo y afirmó con la cabeza sin demasiada euforia. Gandiel sabía que tenía unas ganas enormes de vivir casos como los que él solía llevar, casos difíciles donde en más de una ocasión había conseguido cambiar el rumbo errático de algún desalmado. Para ella, él era su ídolo y la persona por la cual siempre quiso entrar en la academia de la orden. Pero, ¿cómo iba a aprender si le enviaban casos tan simples? Aquel muchacho no parecía necesitar su ayuda...

—Mucha suerte, Anael. Te estaré observando desde aquí —concluyó su supervisor sin querer alargar más la conversación, con una atisbo de preocupación en su mirada.

La joven se despidió y se dirigió hacia la salida para poder viajar hacia la tierra dónde le esperaba su nuevo protegido.

* * *

Carlos apoyaba su espalda en el tronco del viejo roble que siempre le llenaba de paz. Levantó la vista al cielo y dejó que la suave brisa le revolviera el cabello. Llevaba días con cierta ansiedad. Todo lo que él pensaba que sacaría adelante sin problema, se había complicado de tal manera que ahora no veía el momento de acabarlo a tiempo. Se había comprometido a sacar una historia, que no había manera de que saliera. Y encima, por parte de su familia, le forzaban para que buscara un trabajo de verdad y se olvidara de esa tontería de escribir —con lo que no se ganaría nunca la vida—, un trabajo de esos donde no podías dar lo mejor porque solo querían a un borrego que hiciera lo que le mandaran y sin hacer demasiadas preguntas. Trabajar, volver a trabajar y, al día siguiente, más.

Cavilando sobre su vida, viéndose a sí mismo como alguien a quien habían amarrado con fuertes cadenas que no le dejaban respirar, sintió un suave aroma a flores que le perturbó. Miró a su alrededor con gesto sorprendido. La primavera estaba a las puertas, es cierto que había bastantes flores al borde del camino, pero nunca había percibido una fragancia así.

Anael se posó a su lado y se ruborizó al darse cuenta de que el chico había notado su presencia. «Error garrafal», pensó cerrando los ojos para controlar su olor y así pasar inadvertida. Era la primera lección que les inculcaban al entrar en la academia y ella se la había saltado a la primera de cambio solo por estar demasiado preocupada en si el caso que le habían concedido era lo suficientemente bueno o no.

Carlos dejó de oler las flores y se encogió de hombros. Vendría de algún caserón cercano. Se miró la muñeca donde tenía un reloj de pulsera. Las 12:30h.

—Será mejor que vuelva a casa... —dijo para sí mismo en voz alta.

Anael le observó. Estaba entrenada para descifrar los tonos de voz más sutiles y aquellas palabras, sin lugar a dudas, escondían algo.

Siguió el camino de vuelta a su lado. De vez en cuando, Carlos sonreía al ver a algún insecto revoloteando en alguna flor. Y otras, elevaba la vista al cielo viendo cómo el viento empujaba las nubes con lentitud.

Cuando llegaron a casa, el joven abrió la puerta. Era una pequeña vivienda de un pueblo olvidado en aquel paraje de prados y campos de cultivo.

—¡Mamá! ¡Ya estoy en casa! —gritó.

Su madre respondió al saludo desde el salón, donde veía un programa de debate en la televisión.

Se acercó, la saludó, dejó la chaqueta en la silla del comedor y se dirigió hacia su cuarto.

—¿Has enviado los currículums como quedamos? —dijo sin apartar la vista de la tele.

—Sí, mamá...

Anael vio la escena en silencio. Sí, aquella voz escondía algo, y no precisamente alegría. Pero ¿cómo podía ser? Cuando le vio apoyado en el tronco del árbol la primera vez, parecía tan calmado, con tanta paz en su rostro... ¿Qué podía esconder en su fuero interno que le hiciera tener aquel tono de voz?

Al subir a la habitación, un pequeño gato negro salió a saludarle. El joven se agachó y le acarició el mentón. El minino elevó la cabeza y dejó escapar un suave ronroneo.

—Hola Señor Bigotes —saludó.

Se fue directo a la cama y se dejó caer, tumbándose con los brazos en cruz. Elevó la espalda para poder sacar unos papeles doblados del bolsillo trasero de su pantalón y los desplegó frente a él con los brazos estirados hacia el techo.

«Parecen los currículums que debía entregar», pensó Anael sin perder detalle de lo que hacía su protegido.

—No sé por qué se emperran en que haga algo que no quiero hacer. —Los lanzó contra el suelo y se giró hacia el lado contrario, quedando frente a frente con la pared—. Y el relato... Joder... O se me ocurre algo pronto o voy a tener que enviar cualquier chorrada sin valor...

El joven cerró los ojos agotado.

Anael se acercó al borde de la cama. Algo no cuadraba. Posó su mano en la espalda del joven, debía saber qué era lo que escondía en su pecho, en su corazón.

La habitación se tornó oscura y la joven se trasladó hacia el interior de su protegido, viajando a través de diferentes dimensiones hasta alcanzar el centro mismo de su alma. Se tapó la boca con ambas manos y dejó escapar un grito ahogado. La roca oscura, la luz del fuego, los alaridos de los desgraciados. ¿Cómo había llegado allí? ¡Era el infierno! Pensó que se había equivocado al invocar el conjuro que debía transportarla hasta interior del alma de su elegido, pero entonces, atado con varias cadenas de hierro forjado, estaba él. El alma de Carlos.

—No puede ser... —murmuró.

Se escondió tras una roca. Miró de soslayo. Parecía que decía algo pero no lograba entender el qué. Decidió acercarse un poco más, aunque primero hizo aparecer una túnica oscura con la que cubrir su cuerpo y sus alas.

—¡Afloja un poco! ¡Qué me ahogas!—decía sintiendo cómo su cuerpo se estrechaba—. ¡Te prometo que no lo volveré a hacer!

Las cadenas se apretaron alrededor de su cuerpo con más fuerza. Carlos dejó escapar un leve gemido a la vez que su respiración se cortaba por una punzada en las costillas que se materializó en un espasmo en el cuerpo real del joven.

Anael, asustada por todo lo que estaba pasando a su alrededor, despegó la mano de la espalda del chico. Le miró. Respiraba agitado. Un sudor frío humedeció sus manos y su espalda.

«Qué... qué ha pasado», pensó confusa.

En ninguna de las clases de la academia se hablaba de que las almas humanas pudieran estar presas en el infierno sin antes morir. Sí que podían estar atormentadas, cargar con terribles sufrimientos y penurias, pero nadie le dijo que pudieran recrear las mismísimas puertas del infierno.

Miró a Carlos de nuevo. Ahora dormía plácidamente. Respiró hondo para retomar el valor que había perdido, y volvió a colocar la mano en su espalda.

Regresó al mismo lugar. El calor era sofocante. Se acercó vigilando a un lado y a otro para no ser vista. Cuando estuvo lo bastante cerca, Carlos, que en ese momento dejaba caer su cabeza, la levantó azorado.

—¡Ese olor otra vez! —exclamó.

«Claro, aquí no puedo esconder mi esencia», pensó Anael. Debía pensar con rapidez, si el humano era capaz de olerla, no tardarían en encontrarla los demonios.

—¿¡Quién eres?! —gritó el joven al ver a alguien encapuchado cerca de él.

Anael se acercó despacio, mirando una y otra vez a sus espaldas. No tenía claro que fuera una buena idea dejar que la viera. Pero no tenía más remedio que acercarse a él para averiguar qué estaba pasando.

—Shh... —susurró a la vez que colocaba su dedo en los labios—. No te preocupes, no vengo a hacerte daño. —Cuando estuvo a su lado, apartó su capucha, dejando al descubierto su pelo lacio y azulado. Carlos abrió los ojos de par en par. La piel blanquecina, el pelo azulado, su mirada lilácea... Anael se colocó a su lado observando las cadenas que le mantenían preso y añadió—: ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Carlos aún no podía creer que lo hubieran vuelto a hacer. Ella le miró levantando los ojos y sonrió.

—Me llamo Anael —dijo con una sonrisa—. Y he venido para ayudarte. Aunque... la verdad es que no sé cómo. Estas cadenas son difíciles de romper...

Una de sus alas se dejó ver por debajo de la túnica.

—No me digas que eres un ángel... —comentó levantando una ceja.

—Así es. Soy tu ángel de la guarda.

El joven soltó una carcajada que la desconcertó. Se apartó un paso y le miró sin saber qué decir.

—¿En serio envían a otro de vosotros para sacarme de aquí? Tú no sabes lo que haces, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

Cada vez estaba más confusa.

—¿Esos de ahí arriba no te han comentado nada antes de hacerte venir aquí?

—¿A... A qué te refieres?

Empezó a ponerse nerviosa.

—Al último que estuvo aquí le dije que se fuera y que no volviera nunca más. ¡No podéis hacer nada! Y encima... —La observó de arriba a abajo con descaro—. ¡Encima no pareces ni la mitad de poderosa que los otros! —Carlos respiró hondo y la hostilidad que segundos antes parecía llenar sus ojos pareció transformarse en tristeza—. Yo que tú me iría antes de que sea demasiado tarde... En serio, lárgate, ¡si ese tipo te encuentra aquí será tu fin! ¡Y me he cansado de veros morir!

Anael no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Morir? ¿Cómo que morir? ¿Y cuántos habían ido hasta allí antes que ella? Pensó en Gandiel, en el gesto de su rostro, un gesto que no supo cómo analizar cuando se fue, y tragó saliva.

—Nada de lo que dices tiene sentido... —murmuró.

—Estoy condenado, era Anael ¿verdad? —Ella asintió—. Desde que esa cosa me encontró... —Frunció el ceño y guardó silencio unos segundos—. Es muy astuto... Aún no sé ni cómo narices consiguió engatusarme. Incluso consiguió que todos los que estaban a mi alrededor pensaran igual que él y actuaran como si él mismo fuera quién me hablaba. Es demasiado listo... Y demasiado poderoso. Día a día, las cadenas fueron envolviendo mi cuerpo. Y ahora... Ahora... —Cerró los ojos y dejó caer la cabeza—. Ya no me quedan ganas de luchar más. Los que vinieron antes que tú no tuvieron la más mínima oportunidad de huir de sus garras. Un simple gesto de su mano, y acabaron desangrándose frente a mí. —Levantó la mirada y la miró. Era bonita. Y podía notar cómo lo que decía le afectaba. Apartó la vista de la joven y añadió—: No podría soportar ver cómo otro de vosotros cae por mi culpa... No merezco vuestra ayuda. No quiero que muera nadie más...



CONTINUARÁ...



Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative.

Comentarios

  1. Peeo, ¡Carmeeeeeeen!, no nos dejes así...
    ¿A qué huelen las nubes? ¿Y los ángeles?, ah, sí, a flores.
    Muy bueno.
    Esperando...

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    1. Jejejeje perdón por dejarte a medias!! Pero tranqui, que ya está casi casi la próxima parte ;) Espero que te guste ^^

      Por cierto, te ha hecho gracia lo de que huelen a flores, eh?? Jejejeje Creo que sería una fragancia que les pega, no crees?? Tú a qué crees que olería un ángel?

      Gracias por pasar a leer y comentar, caballero ;) Un abrazo!

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    2. De nada, un placer.
      Yo siempre creí que los ángeles olian a Norit, por el corderito (Agnus Dei quit tollis pecatta mundi) eso los buenos, los malos a cabrito muerto tiempo ha.

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  2. Intrigante primera parte del relato, Carmen. Voy corriendo a leer la 2ª parte.

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    1. Hola Alex!! Bienvenido de nuevo! Sí, es un inicio intrigante, jeje A ver qué te parece la continuación! ^^

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