Te Daré Caza
Poco
sospechaban lo que estaba a punto de suceder. Mientras Carla paseaba
cogiendo su mano, los árboles iban despojándese de sus hojas. Era
otoño, un otoño especialmente frío. Su pequeño pisaba una y otra
vez la hojarasca y reía. Carla le miró y sonrió.
—Es
bonito, ¿verdad? —dijo con ternura.
Unas
nubes negras comenzaron a aparecer por el horizonte y el viento
empezó a soplar con más fuerza. El pequeño apretó a su mano.
—Parece
que se prepara una tormenta —dijo agachándose frente a él para
subirle la cremallera de la parca—. Será mejor que regresemos a
casa.
Cogió
al niño en brazos y se dispuso a coger el camino de vuelta a casa.
El aire era frío y la temperatura comenzó a descender con rapidez.
El tímido sol quedó oculto por las oscuras nubes y Carla apretó el
paso.
—Si
no nos damos prisa nos va a llover —dijo apretando la cabeza de la
criatura contra su pecho.
Elevó
la vista al cielo. Los nubarrones eran amenazantes. Aceleró aún más
el paso.
Su
casa, una vieja casa de madera, estaba situada junto a un lago
alejada varios kilómetros del pueblo más cercano. Desde que se
separó de su marido, ella decidió mudarse a la que había sido su
casa de veraneo cuando era niña. El pueblo le recordaba demasiado a
los malos tiempos. Un tiempo en el que el dolor de los golpes y las
palabras de desprecio eran su día a día. En cambio allí podía ser
ella de nuevo. Podía pasear sin miedo a encontrarse con aquel que se
suponía que la quería.
En la
base de la colina podía verse el lago.
—Ya
estamos cerca... —murmuró.
Su
pequeño se había dormido con el suave balanceo de sus brazos al
andar.
Las
primeras gotas no tardaron en llegar.
Cuando
por fin alcanzaron la valla de madera blanca que bordeaba la casa, el
viento y la lluvia calaban sus huesos. Carla corrió hasta la puerta
y entraron al refugio del hogar. Dejó al pequeño en el sillón y se
quitó el abrigo empapado que colgó en el perchero de la entrada. Se
acercó al hogar y prendió fuego a los troncos que ya había dejado
preparados. Mientras la chimenea se encendía, se acercó a su
pequeño y le quitó la parca.
Sonó
el teléfono. Colocó la manta sobre el pequeño, que aún dormía, y
fue a la cocina. Descolgó el auricular.
—¿Sí?
—dijo mientras se secaba el pelo con el trapo que tenía más a
mano—. ¡Ah! Hola mamá... Sí, lo he visto. Aquí ha empezado a
llover ahora... No, no te preocupes, estamos bien.... Sí, es que
habíamos salido a pasear, ya sabes cómo le gusta a tu nieto pisar
las hojas secas je, je... Que no, de verdad, no te preocupes más.
Estamos bien. ¿Y papá? —dijo intentando que su madre dejara de
preocuparse—. Bueno, ya sabes que es un poco testarudo... Que no,
mamá, que estamos bien. Ni se os ocurra coger el coche con la que
está cayendo... Que no, no seas pesada... Vale. Yo también te
quiero... Un beso.
Colgó
el teléfono y sonrió. Si no hubiera sido por su ayuda... Pero se
preocupaban demasiado.
Se
calentó agua y preparó una infusión. Fue al salón y se sentó
junto a su hijo, tapándose las piernas con la manta.
—Qué
día más feo que se ha quedado al final —le dijo en un suave
susurro mientras acariciaba su pierna.
Al
cabo de un rato, el ruido de un motor se oyó en el exterior.
—Mira
que les he dicho que no vinieran —dijo frunciendo el ceño y
poniéndose en pie.
Se
acercó a la ventana de la cocina, que daba a la entrada de la finca.
Corrió la cortina, pero no llegó a distinguir el vehículo con la
lluvia. Colocó la tetera al fuego llena de agua y encendió la
cafetera para su padre, a quién le gustaba mucho el café recién
hecho. Mientras tanto, llamaron a la puerta.
—¡Voy!
—gritó.
Terminó
de colocar los cuatro cacharros que había sobre la mesa en la
encimera y corrió para abrirles.
—No...
—dijo aturdida por la sorpresa al ver que no se trataba de sus
padres.
—Hola
Carla —dijo un hombre de alta estatura y bastante corpulento—.
¿Me has echado de menos?
—No
puede ser... —dijo dando un paso atrás.
—¿Así
es cómo me recibes después de tanto tiempo? —dijo el hombre con
sarcasmo.
—¿Cómo
nos has encontrado? —dijo intentado controlar el temblor en su voz.
—Bueno
—contestó bajando la cara y enseñando su sonrisa más pérfida—,
te dije que te encontraría ¿no es cierto?
—¿Y
a qué has venido? —preguntó con toda la serenidad que pudo.
—Tenía
ganas de ver a mi hijo. Hace ya seis meses que os perdí de vista y
como entenderás, tengo derecho a saber de mi familia.
—El
juez no lo cree así.
—¿El
juez? Ese imbécil no tiene ni idea. Lo que es mío, es mío, ¿o
acaso no lo recuerdas?
Carla
tragó saliva. Inspiró con fuerza y cogiendo la puerta con la mano,
quiso cerrarla de un golpe.
El
hombre colocó el pie y la frenó en seco.
—¿Ya
me quieres echar, cielo?
Carla
miró a su alrededor. El paragüero quedaba cerca. Cogió su paraguas
azul celeste y lo utilizó a modo de bate para golpear al desgraciado
que sonreía frente a ella. Se apartó para esquivarla y aprovechó
el momento para cerrar la puerta. Echó la llave —que por suerte
siempre dejaba puesta por dentro cuando regresaba a casa— y puso la
cadena.
—¡No
pienso irme, cielito! —gritó a través de la madera—. ¡Llevo
demasiado tiempo esperando encontrarme con mi familia!
«Maldita
sea... ¡Pensé que seguiría en la cárcel!», pensó aturdida.
—¡Lárgate
Kike! ¡O llamaré a la policía!
—¡No!
—se quedó callado un instante—. De acuerdo, tú ganas... No
quiero volver a la maldita cárcel...
«¿Así
sin más?», pensó desconfiada. Pero en ese momento Kike empezó a
canturrear una vieja canción. Y, con ella, el recuerdo de los
golpes, las amenazas de muerte, el cuchillo en su garganta y los
llantos de su niño la hicieron estremecer. El miedo iba regresando a
ella. Y con el miedo el pánico. «Dios... No me va a dejar... ¡Este
hijo de puta no me va a dejar hasta que no me mate!», pensó
mientras las lágrimas comenzaron a caer de sus ojos. En un intento
por tranquilizarse, apretó los puños con fuerza y se limpió las
lágrimas con la manga. «No es momento de ponerse a llorar... Ahora
no soy la que era. Lo primero es buscar ayuda».
Corrió
hasta la cocina y descolgó el teléfono, pero la fuerte tormenta les
había dejado sin línea. «Mierda. ¿Y ahora qué?», pensó
mientras escuchaba de lejos el canturreo de Kike. «He de salir de
aquí...».
Por
suerte se conocía cada rincón de aquella vieja casa. Corrió hacia
las habitaciones que quedaban al fondo y cogió su bolso. Guardó un
pijama del niño y varios pañales y corrió hacia el salón. Tocó
la parca que había dejado en una silla cerca de la lumbre. Aún
estaba húmeda. La agarró y se acercó al pequeño.
—Ma-ma
—dijo soñoliento mientras le ponía las mangas.
—Shh...
Vamos, tenemos que irnos...
A
todo esto, se dio cuenta de que hacía rato que no escuchaba el
odioso canturreo. Se detuvo en seco y agudizó el oído.
«¿Se
habrá ido en serio?». Meneó la cabeza. Kike no era de los que
dejaban las cosas así como así... Cogió al pequeño en brazos y
corrió hacia el desván. Desde allí tendría una visión del patio
y podría bajar a hurtadillas para montar en el coche e ir hasta casa
de sus padres.
El
escondite perfecto ahora era la ratonera perfecta.
Kike
escuchó movimiento en el interior de la casa.
«Así,
gatita, busca el modo de esconderte», pensó cada vez más
entusiasmado. Sería una auténtica cacería, y Carla sería su
pequeño trofeo. Cuando la hubiese cazado, aparte de hacerla pagar
los meses que estuvo encerrado en la cárcel, la haría suya de
nuevo.
Se
alejó un poco de la pared y observó la casa con detenimiento.
Parecía estar todo cerrado. Entonces levantó la vista y vio un
ventanuco en la parte más alta de la casa que tenía el cristal
roto. Kike sonrió para sus adentros. «Sí», pensó. «Ya eres
mía».
Carla
tiró de la cuerda para bajar la escalera.
—Espera
aquí, ¿vale? —le dijo al pequeño que se quedó de pie junto a la
escalera frotándose los ojos.
Comenzó
a subir. La madera crujía con cada paso que daba. Asomó la cabeza.
Estaba bastante oscuro y apenas podía distinguir nada. Vio la
ventana por la que pensaba salir al exterior. Tal y como recordaba,
estaba rota y, como ella era menuda, podría salir por ella sin
demasiada dificultad. El problema sería bajar al crío. Pero eso lo
pensaría una vez estuviera en el exterior. Bajó de nuevo y se colocó el
fular portabebés para cargar con el pequeño a la espalda.
—Vamos.
Pero
antes de terminar de atar la tela, el canturreo de Kike la paralizó.
Levantó la cabeza con todos los músculos tensos. ¿Cómo narices
había conseguido entrar? Recordó la ventana.
—No
puede ser... —balbuceó aterrada.
—Sabes
que estamos conectados, mi amor. Vamos, solo quiero reunir de nuevo a
la familia...
Carla
cogió al niño y corrió hacia el pasillo. Debía salir de allí.
Llegó a la puerta e intentó abrirla. El pequeño empezó a llorar.
—Tranquilo...
tranquilo... —decía intentando calmar su llanto mientras sus manos
temblorosas sujetaban como podían la cadena para quitarla y así
poder abrir la puerta.
Kike
se situó a su espalda y golpeó con fuerza la madera a la vez que
dejaba caer su peso en la mano.
—¿Ya
te vas? Si esto acaba de empezar, querida mía...
La
cogió por el cuello. Carla dejó caer al niño que empezó a llorar
desconsolado por el susto y sujetó la mano de su ex con fuerza.
—No
vas a volver a alejarte de mí, Carla. Soy tu amor, ¿recuerdas? Eres
mía... Mi más preciada posesión.
Apretó
aún más su puño. Carla empezó a sentir la asfixia. Los gritos de
su hijo la desesperaban. Con sumo esfuerzo, tanteó con la mano para
encontrar el paraguas que había dejado apoyado en la pared.
«¡Aquí!», pensó al notar el mango de madera. Lo sujetó como
pudo y le golpeó con todas sus fuerzas. La suerte quiso que le
golpeara en la rodilla de tal manera que le provocó un espasmo,
soltando a su presa por un instante. Pero su respuesta no se hizo
esperar. Con el puño cerrado, la golpeó en plena cara haciéndola
caer a un lado.
Carla
notó cómo su ojo ardía y sintió el calor de la sangre que comenzó
a resbalar hacia su boca desde la brecha que se había abierto en el
pómulo. Se irguió como pudo, agarró al niño del brazo y corrió
hacia el salón. Kike estaba embravecido. Carla nunca se había
defendido de aquella manera y el odio y el deseo se entremezclaron de
tal manera que le hicieron perder el juicio. Ya no quería
recuperarla. Quería golpearla, verla sufrir, deseaba sentir su vida
entre sus manos.
Salió
detrás de ella y de un placaje la hizo caer al suelo. Pataleó
intentando zafarse de su captor, pero el hombre pesaba demasiado.
Kike se tumbó sobre su espalda y acercó su cara a su cabeza.
—O
mía... O de nadie —murmuró a la vez que se incorporaba y se sentaba
sobre su espalda.
Carla
gimió por la falta de aire que provocaba el peso del hombre en su
espalda. Kike la cogió de un brazo y se lo retorció levantándolo
hacia atrás y hacia arriba.
—P...Para...
Por favor. ¡Me haces daño!
Pero
no cesó. Cogió el otro brazo y repitió lo mismo. Un crujido la
obligó a gritar de dolor.
—¡Ah!
¡Para! ¡Por favor, Kike! ¡Me has sacado el hombro!
El
hombre la soltó y se puso en pie. Carla se dio la vuelta y se sujetó
el brazo dolorido. Cuando levantó la vista y vio los ojos de su ex
su tez palideció. Nunca antes le había visto con aquella expresión
en su rostro. Tenía la mirada de un alma sedienta de sangre, de un
hombre que solo desea ver muerte. Con sus ojos tan abiertos que
parecía que fueran a salirse de sus órbitas y con aquella sonrisa
tétrica dibujada en los labios, daba verdadero pavor.
A
partir de aquel momento no le dio tregua. Empezó con una patada en
las costillas. Y luego otra. Y otra. Los puños iban y venían. La
sangre comenzó a brotar de su cara. Los fuertes hematomas que
recorrían su cuerpo ardían. Apenas llegaba a escuchar los alaridos
de su pequeño, sentado en el suelo a escasos metros de ella. Con
cada golpe se le escapaba un poquito de vida. Miró al niño.
Sollozaba llamándola. Estiró el brazo para intentar rozarle una vez
más. Sabía que había llegado su hora.
Un
ruido seco resonó en la habitación, seguido de un fogonazo. El olor
de la pólvora comenzó a esparcirse por la sala entrando por sus
fosas nasales. Sin fuerzas para poder pensar, notó un golpe seco
contra su pecho. Su visión era borrosa. Ya apenas sentía dolor,
adormecida por su propio subconsciente.
—¡Carla!
«¿Mamá?»,
pensó al oír su voz como si tuviera eco y estuviera muy lejos. Pero no podía apenas moverse. Abrió un ojo y
levantó la vista un instante. Su padre sujetaba con firmeza su
escopeta, apuntando al cuerpo sin vida de Kike que yacía sobre ella.
FIN
Por
desgracia, son demasiadas las personas que pasan por un calvario
similar al de nuestra protagonista. Y muchas, demasiadas, acaban
pereciendo a manos de sus parejas. NO MÁS VÍCTIMAS POR «AMOR».
Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative.
Hola!
ResponderEliminarMadre mía Carmen. Extrañaba un montón leerte, pero que relato, realmente estremecedor. Ojalá la sociedad se concienciara de que las mujeres son iguales a los hombres. Y ojalá no volviéramos a ver casos de estos, que por desgracia se siguen dando.
Realmente estupendo el relato. Un auténtico placer volver a leerte.
¡Un fuerte abrazo!
¡Hola Fran!
EliminarCuanto me alegro de tenerte por aqui de nuevo! ^^
Muchísimas gracias :) Sí, ojalá el número de víctimas fuera cero. Al fin y al cabo, todos somos seres humanos, no?
Un besazo! Que vaya muy bien el finde!
Hola Carmen, qué mal imaginé todo por la foto jaja. Al ver esa escopeta humeante, me imaginaba una historia en la que alguien daría caza a alguna bestia maligna, y me ha pillado todo de sorpresa. Sí que es una historia donde hay una caza y una bestia, aunque personificadas ambas cosas en el maltratador que sale de la cárcel para buscar su venganza. Y sí, hay un escopetazo al final jaja.
ResponderEliminarBromas aparte, es un buen texto, lograda la tensión que suponen estas situaciones (demasiado reales y como mencionaste en muchos casos la víctima también muere), y todo envuelto en esa tormenta. ¡Un beso!
¡Hola José C.!
EliminarSí, es un texto que tiene un mostruo, aunque no el que imaginabas, jeje Si quieres un mostruo, en el «apartamento 301» sí que tienes a uno ^^
Muchas gracias, lo cierto es que es un tema delicado y muy triste porque lo viven muchas personas en su día a día... Y quería, de algún modo, aportar algo a modo de apoyo.
Un abrazo bien grande, y un millón de gracias por leer y por dejar tu comentario :) ¡Feliz miércoles, compañero de letras!