Marejada (Parte final)
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Eran
dos almas encontradas, dos seres separados por milenios y encontrados
por el destino. Conocidos gracias a los sueños, ambos sabían que no
eran peligrosos el uno para el otro. Pero no así el resto de los de
su especie: Los humanos, deseosos de encontrar nuevas especies para
estudiarlas y ver si pueden sacar provecho de ellas; Las sirenas
aladas, olvidadas por los seres celestiales, recluidas en el fondo
marino, defendiéndose cada vez con mayor dificultad de los
terrestres. Y, ambos, con el odio y el deseo de poder por bandera.
Mariel
miró al terrestre que tenía delante con creciente curiosidad.
Ángel, por su parte, estaba fascinado por la risa de aquella extraña
criatura.
—Sabes
—dijo Ángel arrodillándose delante de ella y apoyando su cara en
la mano—, sé que vas a pensar que estoy loco, pero... ¿Sabes que
he soñado contigo?
Mariel
soltó una leve risita.
—Menuda
bobada... ¿Cómo vas a soñar conmigo? —dijo intentando dominar
los nervios que le produjo saber que él también había soñado con
ella.
—¡Lo
digo en serio! —exclamó con un aspaviento—. Y no es porque esté
loco... A ver, sí que voy a terapia, pero ¡te juro que te he visto
en sueños! —se la quedó mirando un instante, y con un suave
murmullo añadió—: Además, sería imposible olvidar esa bonita
sonrisa...
Mariel
se ruborizó. Ya recordaba de qué le sonaba la cara de aquel
terrestre. Ella también había soñado con él. Y siempre era el
mismo sueño. Él la cogía de la mano cuando las lágrimas caían
sin poder ser retenidas y, con una leve sonrisa, le borraba el dolor
que su pecho sentía. Noche tras noche, aquel extraño de cara
alargada y mentón marcado, con los ojos marrones más hermosos que
recordaba, había ido colándose en su pecho. Y ahora... Ahora...
Un
fuerte fogonazo, seguido de un estruendo que hizo retumbar los
cristales del balcón, hizo que ambos levantaran la vista al cielo.
Las nubes negras centelleaban una y otra vez. Y, a cada segundo, el
cielo rugía de nuevo.
—Parece
que la tormenta va a apretar... Será una suerte —dijo Ángel
poniéndose en pie y mirando por el murete hacia la calle—, con la
que va a caer podré llevarte de vuelta al mar sin que nadie nos vea,
¿no...?
Mariel
esperó a que terminara la frase, pero se fijó en que el cuerpo del
terrestre se había puesto rígido y sus manos aferraban con fuerza
el ladrillo bañado de cemento.
—¿Qué...
qué te pasa? —titubeó.
Pero
Ángel no contestó. Su rostro había palidecido y su boca,
entreabierta, no emitió sonido alguno. Mariel empezó a preocuparse
e hizo un amago de acercarse al muro para poder levantar su cuerpo.
Entonces
se giró hacia ella. Su cara desencajada, con los ojos abiertos que
parecía que se fueran a salir de sus órbitas, dibujaba el terror en
su mirada.
—Ángel,
¿pero qué te pasa? —preguntó cada vez más nerviosa.
De
pronto sintió una punzada en su pecho al reconocer el ruido que poco
a poco fue envolviendo el silencio, roto por aquellos relámpagos que
azotaban el cielo con furia.
La
masa de agua llegó pocos segundos después.
El
golpe contra el edificio fue de tal fiereza que los cimientos se
tambalearon. El agua saltó el muro y arrastró al terrestre. Mariel
notó la fuerza de la corriente que la empujaba y sintió cómo el
agua agarraba su muñeca como si se tratara de una lengua viscosa que
tiró de ella intentando sacarla de aquella prisión de hormigón.
—¡Ángel!
—gritó sujetándose con fuerza al muro para no ser arrastrada
hacia el interior de la masa de agua. El cuerpo del humano golpeó el
cristal del balcón que se rompió en pedazos y se coló en el
interior.
Golpes
cada vez más severos azotaban el edificio una y otra vez.
La
ciudad entera fue tragada por la ola gigantesca, ahogando a los
habitantes antes de que ni siquiera pudieran darse cuenta. Coches y
farolas eran engullidos y escupidos por el agua una y otra vez. Los
edificios más débiles no aguantaron la embestida y se derrumbaron
haciendo que la ola se volviera aún más letal. Mariel intentó
desesperada librarse de la lengua que tiraba de ella, pero por más
esfuerzos que hacía apenas si podía agarrarse. Miró al humano, su
sueño. Intentaba ponerse en pie en la sala, aguantando la fuerza del
agua que caía escaleras abajo por la puerta de la casa. Su rostro
sangraba. Alzó la vista y la vio. El pánico devoraba su mirada.
—¡Mariel!
—gritó alguien desde el cielo.
La
joven alzó la vista y vio a su hermano volando a varios metros de
ella. El joven voló hasta ella y con una daga de coral rompió la
lengua de agua que aferraba a su hermana.
—¡Hermana!
La
cogió por la cintura y la elevó unos metros hacia el cielo.
—¡Antiel!
¡¿Pero qué ha pasado?! ¿Qué es todo este agua?—dijo señalando
la masa de líquido a sus pies—. Dios mío... —Se tapó la boca
con las manos horrorizada—. La ciudad...
—Escuché
tu grito de auxilio —dijo Antiel con cierta congoja en su voz.
Mariel no podía apartar la vista del horror que se vivía en
tierra—. Estaba con padre...
Miró
a su hermano con incredulidad.
—No...
No puede ser...
—Lo
siento hermana, no sabía qué hacer... Pensé que me dejaría venir
a buscarte, pero ¡entonces enloqueció! ¡Y mandó a Kýma en tu
busca!
Antiel
pasó la mano por su pelo nervioso.
—¡A
Kýma! ¡¿Porqué le dejaste hacer eso?!
—¡No
tenía elección! ¡Estabas en peligro! Y padre... padre... —Desvió
la vista hacia la masa de agua—. No podía dejar que esa bestia te
llevara ante él... ¡Ha perdido la cabeza, Mariel! ¡Ha asesinado a
una ciudad entera! ¿Qué hará contigo cuando te lleve ante él?
Mariel
bajó el rostro. Sabía perfectamente lo que le pasaría. Su madre
había pasado por ello antes, ¿cómo no saberlo?
El
edificio bajo ellos comenzó a resquebrajarse. La joven miró hacia
la casa del terrestre y sintió la necesidad imperiosa de correr en
su ayuda. Su padre jamás la perdonaría por salvar a un humano. Pero
su sentencia estaba dictada antes de regresar a casa. Miró a su
hermano, le besó en la mejilla, apartó el brazo que la sujetaba y
se dejó caer. Antiel intentó detenerla, pero antes de alcanzarla el
cuerpo de su hermana se zambulló en el interior de Kýma.
La
joven nadó con todas sus fuerzas y se adentró en el edificio
buscando a su salvador. Se lo debía. Y no sólo por haberla salvado,
sino porque si él moría tenía la sensación de que su vida dejaría
de tener sentido.
El
techo del edificio se desprendió.
Una
maraña de hierros y trozos de hormigón comenzó a caer hacia ella.
Esquivando casquetes, nadando lo rápido que su dolorida cola le
dejaba, alcanzó a oír unos golpes en una de las puertas. Era una
puerta metálica a medio abrir por donde asomaba un brazo que se
agitaba nervioso. Dio un coletazo y nadó hacia allí. Una mujer,
desesperada, golpeaba las puertas del ascensor intentando salir de
él, aguantando con la otra mano el cuerpo sin vida de un niño.
Cuando la mujer la vio, dejó escapar un grito que, inevitablemente,
provocó que el agua entrara definitivamente en sus pulmones. Murió.
Mariel
reculó asustada. ¡Tenía poco tiempo!
—¡Ángel!
—gritó—. ¡Ángel!
Pero
ni rastro del hombre.
—¡Mariel!
¡Mariel vuelve!
Era
su hermano desde la superficie.
La
lengua de agua viscosa la volvió a agarrar con fuerza, tirando de
ella hacia el exterior. La joven se revolvió como pudo, agitándose
y girando sobre sí misma, pero no conseguía liberarse. La arrastró
golpeando su cuerpo contra todo lo que se cruzaba en su camino. Su
ala rota quedó ensartada en una viga de madera partida. Intentó
soltarse pero Kýma tiraba de ella sin piedad. Se desgarró. Mariel
dejó escapar un alarido y vio cómo parte de su delicada ala era
arrancada de su cuerpo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No tenía
tiempo de compadecerse de sí misma y volvió a forcejear contra su
captora. Mientras ascendía atravesaron lo que había sido el hogar
del terrestre. Miró a un lado y al otro buscándole. «¡Ángel!»,
pensó al verle. Atrapado entre unos hierros del tejado, el hombre
hacía verdaderos esfuerzos por liberarse antes de que el agua
cubriera su rostro.
Desesperada,
viendo cómo el terrestre poco a poco iba quedando sepultado por el
agua, consiguió agarrar un trozo de vidrio con el que atacó la
lengua de líquido que la sujetaba. Tras un forcejeo que se le hizo
eterno, consiguió librarse de ella. Nadó veloz hacia Ángel, que
respiraba el poco aire que quedaba entre el agua y el techo de su
casa. Cuando le alcanzó, el agua le cubrió por completo. Agarró el
metal con ambas manos y tiró con fuerza intentando abrir un hueco
por el que el hombre pudiera escapar.
—¡No
te preocupes! —gritó apartando cascotes a un lado y a otro—. ¡Te
sacaré de ahí!
Ángel
se apartó del entresijo de hierros, ladrillos y madera e intentó a
su vez mover la viga que le impedía salir de aquella esquina. Sintió
cómo el oxígeno iba consumiéndose en sus pulmones. Y las fuerzas
fueron menguando.
Se
rindió.
Miró
a la sirena de hermosas alas azules y sonrió. «Qué bonita
eres...», pensó, recordando las veces que la había contemplado así
mientras dormía.
Mariel
se detuvo al notar que la observaba.
—No
te preocupes Ángel —dijo notando cómo se le quebraba la voz—,
te... te sacaré de aquí, te lo prometo...
Sus
ojos se inundaron de lágrimas.
Agarró
con fuerza un trozo de piedra e intentó apartarlo con todas sus
fuerzas cuando notó el calor de su mano sobre las suyas. Miró
sorprendida.
«Déjalo,
pequeña...», pensó.
Ella
negó con la cabeza.
—No...
No pienso dejarte aquí —sollozó mientras las lágrimas, que
brillaban como si tuvieran luz, resbalaban por sus mejillas.
Tiró
de su brazo para acercarla hacia él y, cuando estuvo lo bastante
cerca, pasó la mano por su mejilla y apartó una de las lágrimas
con el dedo.
Humano
y sirena se miraron a los ojos y, sin hablar, se dijeron lo que tanto
tiempo llevaban esperando decirse el uno al otro.
Ángel
sonrió y Mariel, por primera vez, sintió en sus propias carnes lo
que sentía en sueños.
«Vete,
mi sirena... Ve y vive por mí...»
Ángel
empezó a notar cómo su visión se nublaba. Necesitaba respirar.
Soltó a su niña, a aquella a la que, sin saberlo, había amado
desde siempre, y dejó que, por fin, el agua entrara por sus
orificios. Un dolor horrendo le abrasó mientras el agua entraba en
sus pulmones. Y la oscuridad le envolvió al fin.
Había
muerto. Ángel, el terrestre que le había salvado de morir en aquel
espigón, se había ido para siempre.
Kýma
pareció reírse desde el fondo de la enorme ola. Agarró la cintura
de la sirena y la condujo hacia el exterior del edificio.
En
la superficie, reflejos azulados brillaban de vez en cuando. Eran los
intentos desesperados de Antiel por entrar en el seno de Kýma para
salvar a su hermana. Pero el escudo de ésta impedía que pudiera ni
siquiera acercarse.
Cuando
vio a su hermana guiada por el brazo acuoso hacia el mar, voló hacia
ella desesperado. No podía permitir que su padre la encerrara.
Recordaba cómo su madre, encerrada en su prisión de coral y piedras
preciosas, perdió la cordura hasta el punto de quitarse su propia
vida. Pero al verla se detuvo en seco. Mariel no parecía dispuesta a
revelarse contra su destino...
Ahora
vaga sin rumbo por su celda de belleza incalculable. Recorre las
estancias del castillo con la sombra de la tristeza cubriendo su
mirada y su brillo. Sabe que él no va a regresar jamás. Y, sin él,
sin esa mirada dulce y tierna, su vida carece de sentido. Sólo le
queda el recuerdo, rememorar cada segundo que pasó junto a él hasta
que los años pasen, los siglos, los milenios... Y, por fin, su
tormento acabe.
FIN.
Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative.
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