ESPERANZA (Parte 2)
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Obra de Víctor Hugo.
Nadra cogió la mano de su pequeño, dio un pequeño apretón y
—tragándose los temores— empezó a seguir la fila hacia la
orilla.
—Tranquila
—comentó en voz baja la mujer embarazada—, todo saldrá bien.
Nadra intentó sonreír. ¿Cómo podía estar tan calmada? Claro,
quizá sabía nadar... Pero ella no. O quizá simplemente lo
aparentaba. Observó el mar y aquellas aguas oscuras le parecieron un
agujero negro que no presagiaba nada bueno. Miró a Dahir. Suerte que
él llevaba un chaleco salvavidas. Cogió aire y sacó fuerzas de
flaqueza.
Uno de los hombres que les custodiaba recibió una llamada
telefónica. Al colgar, su rostro se tornó más serio. Nadra no
perdía detalle. Algo pasaba. Se acercó al que estaba más cerca de
la lancha y le comentó algo en voz baja. El otro asintió con un
movimiento de cabeza y comenzó a tirar de la cuerda que mantenía la
patera amarrada para acercarla lo máximo posible a la orilla.
El tipo que contestó la llamada se giró hacia ellos.
—¡Nos
vamos! —dijo sin más.
A medida que se acercaban a la barca, el soldado que estaba frente a
ellos les iba arrebatando las bolsas y los pequeños bultos que
llevaban. Cuando le tocó el turno a Nadra, el hombre cogió su
mochila y se la quiso arrancar de la espalda para lanzarla hacia la
montaña de macutos que se había ido formando junto al mar.
—¡No!
—protestó ella—. ¡No la voy a dejar aquí! ¡Es todo lo que me
queda!
Agarró su mochila con fuerza impidiendo que el hombre se la quitara.
—Las
bolsas no suben a bordo —contestó con brusquedad el tipo vestido
de militar.
—¡Pero
es todo cuanto me queda!
Nadra solo podía pensar en las fotos que guardaba en su diario. Si
le prohibían subir sus cosas, perdería el único recuerdo que le
quedaba de su esposo.
—¡Las
bolsas no suben! —repitió de nuevo, tirando con más fuerza de la
mochila de la mujer.
Dahir miraba con temor a su madre y al hombre, agarrándose a la
pierna de ella con fuerza.
El paramilitar que recibió la llamada, uno de bigote espeso y ojos
oscuros, se acercó hacia el tumulto que se estaba creando en torno a
Nadra.
—¡¿Qué
pasa aquí?! ¡¿No habéis oído lo que he dicho?! ¡Hay que irse!
¡Ya!
—Señor
—suplicó Nadra, agarrando la chaqueta del hombre—, mis cosas...
—Señaló su mochila—. No puedo dejarlas aquí.
El hombre, con desprecio, la empujó. Perdió el equilibrio y cayó
de culo sobre la arena.
—¡Ya
le has oído! ¡Las bolsas se quedan aquí! —Se giró hacia el
señor que caminaba detrás de Nadra y le empujó para que siguiera
caminando hacia la patera. —¡Andando!
El hombre la miró con lástima, dejó su mochila sobre el resto y se
acercó hacia la orilla para subir en la barca. Nadra quería romper
a llorar. Eso no era lo que les habían dicho. ¿Cómo iba a dejar lo
poco que le quedaba de su vida allí? Miró a Dahir. Comenzaba a
sollozar asustado.
Ya no había vuelta atrás.
Se tragó las lágrimas. Intentando controlar el temblor de sus
manos, abrió los cordones que cerraban la bolsa para rebuscar en su
interior. Sacó el pequeño diario y pasó sus hojas con rapidez,
buscando la foto de su esposo. Cuando la encontró, la dobló y la
metió entre los pliegues del vestido y su ropa interior. Guardó las
cosas sin cerrar la mochila y la lanzó con el resto, haciendo que el
diario cayera sobre la arena.
Cuando pasó al lado del hombre del bigote, éste le echó una mirada
severa y se dio la vuelta, regresando hacia la barraca dónde se
encontraba el próximo grupo de refugiados. El que estaba sobre la
lancha cogió al crío en volandas para dejarlo dentro de la barca.
—Has
tenido suerte, pero no la vuelvas a armar —dijo en voz baja, más
como un consejo que como una amenaza, mientras dejaba al niño en la
patera.
Ayudó a Nadra a subir y les mandó sentarse en el borde, en el
espacio que quedaba sin ocupar.
Una vez todos a bordo, el chico saltó al agua.
—¡Escuchadme!
—Le dio una brújula al hombre que estaba más cerca de él—.
¡Ahora, una lancha a motor os llevará hacia las islas griegas!
¡Siempre hacia el norte! —El silencio en el grupo de hombres,
mujeres y niños era absoluto. La tensión casi era palpable—.
¡Sobretodo, no hagáis ninguna tontería! ¡El viaje dura unos
cincuenta minutos, más o menos! ¡Paciencia! —Desvió la vista
hacia su superior y, bajando el tono de su voz, añadió—: Y buena
suerte...
De pronto, una sacudida hizo que todos se agarraran asustados a lo
que podían, intentando mantener el equilibrio cada vez que las olas
meneaban la barca. Empezaron a avanzar, dejando en tierra a los
traficantes que se frotaban las manos con el dinero que acaban de
sacar de aquella partida de hombres.
—¿Y
ellos? ¿No vienen?
La pregunta de un hombre entrado en carnes, de pelo rasurado y gafas,
quedó en el aire. Nadie sabía qué decir ni qué pensar.
La lancha a motor empujó la pequeña embarcación a través de las
olas. No tenía luces y era tan negra como el mismo mar.
Dahir se abrazó a su madre. Temblaba. La mujer pasó la mano por su
frente. Ardía. «Menos mal que ya falta menos —pensó llevando la
vista hacia el horizonte. La verdad es que la estampa era bonita: La
luna se reflejaba sobre el agua. Y el sonido de la lancha a motor
era, en cierto modo, tranquilizador—. Espero que todo salga
bien...»
* * *
A medida que la lancha se alejaba, el hombre que le dio el salvavidas
a Dahir observó en silencio su partida. Él, en su día, no se
atrevió a hacer aquel viaje y optó por quedarse a ayudar a otros
que, como él, huían de la guerra.
Se acercó a los macutos tirados sobre la arena. La vida, los
recuerdos, la identidad de toda aquella gente, se quedaba allí para
perderse en el olvido. Caminó despacio, siempre lo hacía cuando
alguno de sus grupos se lanzaba al mar en busca de una nueva
oportunidad. Era su pequeño ritual de despedida. Observaba la lancha
hasta que se perdía entre las olas y recogía las pertenencias
perdidas para después crear una hoguera con ellas, rezando por
ellos.
Mientras caminaba vio una pequeña libreta que le era familiar. «Es
de aquella mujer», pensó, levantando la vista hacia el horizonte.
La lancha era un pequeño bulto que aparecía y desaparecía entre
las olas. Se agachó y lo recogió, quedándose en cuclillas. Al
abrirlo y leer un par de frases, en seguida supo que se trataba de un
diario. Y, por la fecha, lo había ido escribiendo desde que la
recogió, hacía ya cosa de un mes.
Se puso en pie y, contradiciendo las normas de sus superiores, lo
guardó dentro de su chaqueta. Dejó escapar un suspiro y siguió con
su cometido.
* * *
La lancha motora seguía tirando de la pequeña embarcación. El
grupo, aún en silencio, parecía perdido en sus pensamientos, como
intentando vaticinar cuál sería su destino al llegar a aquellas
tierras lejanas.
Desde la lancha, el que acompañaba al patrón señaló un punto en
el mapa.
—Ya
hemos llegado —le comunicó.
El tipo que llevaba los mandos asintió y aflojó ligeramente la
velocidad para que su segundo de a bordo pudiera realizar su trabajo.
Con esfuerzo, aunque manteniendo el equilibrio con bastante destreza
debido a las veces que había realizado aquella maniobra, se acercó
a la parte trasera de la lancha, sacó un machete de dentro de una
caja que había a su lado y, de un golpe seco, cortó la cuerda que
unía ambas embarcaciones.
La pequeña barca empezó a perder velocidad. Extrañados, hombres y
mujeres intentaron escudriñar la negrura para saber qué había
pasado.
—¿Qué
pasa? —preguntó Nadra al hombre que estaba a su lado.
—No
lo sé, pero no me gusta.
La lancha motora empezó a alejarse de ellos en dirección a la playa
desde la cual habían zarpado.
—¡Se
van! —gritó una mujer con un Hiyab, el pañuelo con el cual cubren
su cabello.
Los nervios empezaron a contagiarse entre unos y otros. Y el temor a
lo desconocido, sintiéndose abandonados en medio del mar, empezó a
extenderse entre ellos.
Cuando el murmullo y el miedo eran ya más que evidentes, un hombre
menudo y de nariz prominente tomó la palabra. Se puso en pie.
—¡A
ver! ¡Calmaos! —Agitó sus brazos en un ademán de mantener la
calma—. ¡El viaje dura unos 50 minutos! ¡Y ya llevamos cerca de
media hora de camino! ¡He visto debajo de mis pies unos remos! ¡Si
todos arrimamos el hombro, nuestro viaje podrá llegar a buen fin!
—¡A
mí el hombre que nos ha ayudado a subir me ha dado una brújula!
—indicó un tipo alto y desgarbado de piel negra como la noche,
levantando el brazo con el que sujetaba la brújula.
—¡Perfecto!
—exclamó el tipo bajito—. ¡Han dicho que siempre hacia el
norte, así que, todos los que tengan un remo debajo y se sientan con
fuerzas, que empiecen a remar! —Llamó al poseedor de la brújula
para que se acercara—. Intentaré que este remo haga de timón. Ve
indicándome el norte, ¿de acuerdo?
El desgarbado afirmó y ambos se dirigieron hacia la parte trasera de
la barca.
—Señora,
necesito ponerme aquí. Siéntese en mi sitio.
Nadra alzó la vista hacia el hombre y asintió. Intentando no perder
el equilibrio, agarrando a Dahir con fuerza, se fue a sentar en el
lugar que le habían indicado.
—Hola
de nuevo —dijo la mujer embarazada, esbozando una sonrisa, al ver
que Nadra volvía a estar a su lado.
Nadra respondió con otra sonrisa y se sentó, haciendo que su hijo
se sentara sobre sus rodillas.
—Hola,
mi nombre es Nadra —se presentó.
—Encantada,
Nadra. Yo soy Leiza.
Ambas mujeres empezaron a hablar. Y, poco a poco, mientras los
hombres más fuertes remaban al unísono intentando llegar a alguna
de las islas que poblaban aquella zona, los nervios se fueron
pasando.
Un viento frío empezó a soplar. Al principio como una suave brisa.
Pero fue cogiendo fuerza. Y con él, empezaron a llegar las olas.
—Maldita
sea —renegó el timonel elevando la vista al cielo preocupado por
si se acercaba tormenta.
—Mamá
—murmuró Dahir, asustado por el vaivén cada vez más pronunciado
que hacía la barca—, tengo miedo.
Nadra le abrazó con fuerza.
—Todo
va a salir bien —contestó con ternura.
A lo que Leiza afirmó con su cabeza, sonriente como siempre.
«Tiene que salir bien...», pensó.
Las
olas cada vez eran más altas. El viento azotaba la pequeña
embarcación y lo hacía virar sin rumbo fijo. Durante un tiempo que
se les hizo eterno, la pequeña barca estuvo a merced del mar, sin
avanzar hacia destino. Pero, por suerte, entre todos conseguieron que
el oleaje no volcara la embarcación. Entre el murmullo incesante del
mar y el aire, alguien gritó:
—¡Veo
luces!
En
efecto, a lo lejos podían verse las luces de una de las costas de
alguna isla.
Sin
perder tiempo, con la esperanza renovada, se pusieron a remar. Su
destino estaba cerca.
Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative.
noooo, no puede ser!
ResponderEliminarY ahora tengo que esperar a la tercera parte...
¡Que bello escribes, Carmen!
De lo que se lee, se desprende el sonido y olor del mar, las sensaciones de las personas, muy bueno!
Felicitaciones
y seguimos esperando la tercera
:)
Desde Argentina,
Clara
Muchas gracias guapisima!! Siento haceros esperar, pero mi tiempo para escribir es muy justito... Pero no tardaré, que ya tengo el desenlace en la cabeza ;)
EliminarMe alegro mucho de que te haya trasladado las diferentes sensaciones ^^
Un besazo!! Y mil gracias por pasarte y comentar!! Feliz casi finde!! Muackas!!