Yule
Hoy solo tenía ganas de llegar a casa y tumbarme en el sofá.
He dejado las llaves en la entrada, la chaqueta tirada junto a la percha
y me he dejado caer como un peso muerto incapaz de sujetarse.
Estoy tan cansada de todo y de todos…
La casa
está a oscuras. Apenas un resquicio de luz parpadeante se filtra por las
rendijas de la persiana a medio subir. Por fin, puedo dejarme llevar por los sueños.
Desde la otra punta del sofá, un suave ronroneo me obliga a abrir los
ojos y veo a un gato negro sentado tan grande que su cabeza roza el
techo. Sus ojos verdes brillan como si tuvieran luz propia y observan cada
movimiento que hago, por pequeño que sea, acompañándolo con ligeros espasmos de
sus peludas orejas.
Siento miedo, ese miedo visceral que atenaza tu cuerpo como si estuviera
atado con cadenas de hierro al fuego, y soy incapaz de moverme. Mi pecho sube y
baja acelerado al ritmo de mi respiración mientras sus ojos punzantes parecen
leer más allá de mi cuerpo, como si entraran en mi mente y fueran capaces de
descubrir lo que jamás le he contado a nadie. Me siento desnuda ante semejante
invasión y, por puro instinto, me cubro con la manta hasta la barbilla como si
aquella lana suave y clara fuera un escudo impenetrable. Y es entonces cuando percibo
un ligero tintineo que no comprendo, un ruido que me transporta a mi infancia,
a aquellos tiempos felices que creía olvidados, y sobre su cabeza aparece un
cascabel enorme que refleja los destellos de las luces de fuera en su
superficie dorada, que está atado con un lazo rojo a la punta serpenteante de
su cola.
La bestia se pone en pie y me aparto todo lo que puedo empujando mi
cuerpo con las piernas. Da un paso. Tengo miedo, mucho miedo. ¿Qué va a hacer?
Otro. Mis manos tiemblan incontrolables mientras sujetan la manta con tanta
fuerza que las uñas han perdido su color y me empujo hacia atrás aún más hasta
que el respaldo frena mi huida. Estoy atrapada.
La cabeza de la fiera se detiene a escasos centímetros de la mía y
aguanto la respiración. Sus bigotes acarician mis mejillas y el verde de sus
ojos ilumina mi piel y me deslumbra.
—Ha llegado el momento.
¡¿Cómo puedo entender lo que me está diciendo?! ¡Debo estar volviéndome
loca! Pero el aliento fétido del animal sin duda es real. Siento una arcada por
el olor a muerte que desprende y entonces el gato sonríe. Eleva sus labios y
deja entrever dos enormes colmillos que aún tienen restos de algo que en su día
debió estar vivo.
—Sabes muy bien por qué estoy aquí —dice con su voz gutural que parece
emerger de las profundidades de una cueva.
—No es real. No es real... —me repito a mí misma como un mantra mientras
mis ojos son incapaces de apartarse de los suyos.
El gato me lanza un bufido que revuelve mi pelo y soy incapaz de retener
más las lágrimas. Me va a comer. Esa enorme bestia me va a comer...
—¡Jólakötturinn!
Una voz femenina, potente y segura, llega desde la ventana del balcón
donde un enorme boquete se abre en la persiana, derretida como si la lava del
volcán la hubiera acariciado y veo el contorno de una mujer enorme vestida con
pieles. La nieve se cuela divertida por el agujero abierto y baila alrededor de
su cuerpo.
—Ella no es una presa.
El gato se relame una pata, distraído, y me clava sus ojos como si
fueran dos puñales.
—No hay muérdago —sentencia—. Ni vela en la ventana. Ni siquiera se ha
reunido con otros. Es un lastre para el Yule.
No puedo dejar de llorar. De mi pecho se arrancan pedazos de tristeza
que me hunden más y más en el sofá. Tiene razón. Estoy sola. Y ya ni siquiera
me esfuerzo por mantener la llama de las tradiciones. No me da la vida. No me
quedan fuerzas. Quizá sí. Quizá lo mejor sea que la bestia me coma para que
todo acabe y por fin pueda descansar en la más absoluta oscuridad.
Los pasos pesados de las botas de la mujer se adentran en el salón y se
detienen junto al sofá. El gato restriega su cabeza por su pecho y levanto la
mirada hacia ella. Su pelo es negro como el azabache y está lleno de trenzas y
rastas adornadas con aros de oro y plata. Pero lo que más me sorprenden son sus
ojos. Unos ojos azules como el hielo de las montañas que dan miedo pero que en
ese momento parecen llenarme el pecho de calma.
—Es hora de que vuelvas a ser tú.
Cuando pasa su mano por mi pelo un escalofrío me recorre la espalda y
vuelvo a llorar.
—Vamos, gato. La comida espera.
Y bestia y dueña salen por el agujero por el que han entrado. Cuando empieza
a cerrarse como por arte de magia, restriego mis ojos, incrédula, hasta que la
habitación vuelve a estar a oscuras, con el parpadeo de las luces de fuera, filtrándose
a través de la persiana a medio subir.
Me vuelvo a pasar la manga del jersey por los ojos para secarlos. Aún
soy incapaz de quitarme el hipo del llanto, pero algo ha cambiado.
Me levanto temblorosa y subo la persiana para salir al balcón. Agradezco
el frio que entumece mis mejillas y doy un paso hacia fuera. Mis vecinos si
tienen sus velas en las ventanas y los veo divertirse mientras cantan y dan
gracias por lo que está por venir. Quizá yo también podría...
Entro dentro y empiezo a rebuscar en los cajones de la cocina. Por fin
encuentro unas cerillas que hace mucho que no uso y corro al salón para abrir y
cerrar los armarios en busca de una vela que sé que tengo, pero no sé dónde.
¡Por fin la encuentro! La acerco al alféizar de la ventana y enciendo la
cerilla. El chasquido del fósforo me trae recuerdos que vuelven a llenar mis
ojos de agua. Dudo un instante con la madera ardiente en mis dedos. No sé si
debo hacerlo. No encendía aquella vela desde que me dejó mamá. Trago saliva y me
lleno de valor. Y, por primera vez en mucho tiempo, sonrío. Acerco la llama con
cuidado a la mecha y la vela prende como si jamás se hubiera llegado a apagar.
Qué bonita es su luz. Cómo brilla y cómo baila. Me quedo allí parada, con el
fuego reflejado en mis pupilas y me vuelvo a sentir como cuando era niña.
Vuelvo a notar en mi pecho el calor de la esperanza, de la gratitud, del cariño
hacia lo simple que siempre me ha acompañado pero que había dejado de ver.
Y entonces me doy cuenta de que no necesito nada más. Que lo único por lo que
mi alma grita es estar presente. Ser capaz de parar el mundo el tiempo
necesario para observar una vela bailar frente a mí y calmar mi mente
alborotada que poco a poco me estaba destruyendo.
Vuelvo a mirar a mis vecinos y, aunque con mil dudas y miedos, decido
coger mi chaquetón, enfundarme los guantes y correr hacia ellos. No sé si me
aceptarán sin más. No he sido una buena vecina últimamente. Pero si no lo
intento, si no saco fuerzas y me enfrento a este miedo al rechazo que tanto me ahoga,
¿qué clase de vida me espera? Si no lo hago, más me valdría que el gato de Yule
me hubiese comido.
Gryla me ha abierto los ojos y ya no puedo volverlos a cerrar.
Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative
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