Toca Para Mí
Cada
noche se repetía la misma escena. Él, frente al público, cogía su
saxo y le hacía cobrar vida como nadie. No era conocido, ni mucho
menos. Pero tenía encandilados a los usuarios habituales de aquel
antro de a las afueras de la ciudad.
Michael,
sentado frente al espejo de su pequeño camerino —a él le gustaba
llamarlo así, pero no era otra cosa que el almacén dónde solían
guardar los trastos viejos del local y que, con la ayuda de Karen,
habían habilitado con una pequeña mesa y un espejo—, abrió la
carcasa dónde guardaba su estimado instrumento. Relucía. Dejó que
media sonrisa se dibujara en su cara y lo tomó con cuidado entre las
manos.
—Hoy
será nuestra última noche juntos, amigo mío... —La tristeza
empañó su mirada—. Hagamos que sea inolvidable.
Con el
saxo en sus manos, desvió la vista hacia el espejo. Sus ojos estaban
hundidos bajo unas oscuras ojeras, visibles incluso a través de su
piel morena, y el pelo cano le hacía recordar que el tiempo no se
paraba por nadie.
En ese
momento alguien golpeó la puerta.
—¿Estás
listo, míster? —dijo una joven de pelo rubio, teñido, y los
labios pintados de rojo oscuro, sonriendo al hombre con ternura.
Le
devolvió la sonrisa y afirmó con la cabeza.
—¿Ya
es la hora?
—Cinco
minutos y sales a escena —Guiñó un ojo—. Te esperan tus fans. Y
parece que hoy han venido más de los habituales. Se conoce que el
anuncio de tu retirada se ha extendido como la pólvora entre los
vecinos —rió.
El
hombre dejó escapar una sonora carcajada, amplificada debido a su
voz grave y ruda.
—¡Habrán
venido para comprobar que lo dejo de una vez por todas!
—Anda,
anda, no me seas aguafiestas... —La joven se acercó a él y colocó
su mano en el hombro mientras ambos se miraban en el pequeño
espejo—. Para nosotros siempre serás: Michael Gilbert, el gran
saxofonista de Nueva Orleans. —Le besó en la mejilla y añadió—:
No tardes.
Salió
del almacén y le dejó solo.
Michael
cogió aire y miró de nuevo el instrumento que brillaba casi con luz
propia, creando reflejos dorados que bailaban en las paredes del
oscuro cuarto. «Espero que no se olvide», pensó mientras se ponía
en pie.
Un
fuerte dolor en la parte baja de la espalda le obligó a sentarse de
nuevo. «Malditos achaques...». Apretó el saxo con fuerza. Cuando
el dolor remitió —siempre lo hacía, aunque cada vez aparecía con
mayor asiduidad—, se puso en pie y se pasó un pañuelo para
limpiar el sudor que comenzaba a perlar su rostro. «Vamos —pensó—.
Al público no se le puede hacer esperar».
Al
entrar en el escenario por la parte trasera, el foco de luz
amarillenta le impidió ver a la gente. Siempre agradecía ese
momento de intimidad que
creaba el estar deslumbrado por la luz. Se sentó en el taburete que
le esperaba a un lado del escenario y sonrió. Los aplausos no
tardaron en llegar.
Y entonces pasó.
Su aliento empezó a silbar cada vez que entraba en el saxo a la vez
que sus dedos le daban forma a su música.
En ese instante se vio de nuevo a sí mismo, tocando el saxo con sus
amigos de la banda. Joven, con ganas de comerse el mundo, con la
ilusión de llegar a lo más alto junto a ellos. Cómo disfrutaban...
Era como dejarse llevar por un trance que les hacía vibrar de pasión
y entrega. Cada uno con su instrumento, sin orden establecido. Solo
dejándose llevar por la inspiración que en aquel momento sintieran.
No eran ellos. Era la Música. Era la magia del Jazz entrando por
cada rincón de su cuerpo, electrizando cada una de sus células.
Karen —la dueña del local— le observaba desde la barra. Le conocía desde hacía mucho. Y, por suerte, pudo estar ahí para apoyarlo cuando el
destino le fue arrebatando a cada uno de sus compañeros. Ahora, allí
sentado, tocando de nuevo igual que antaño, no pudo reprimir las
lágrimas. Hacía mucho que no sentía la fuerza que transmitía su
música, aunque quizá era por saber que sería la última vez que la escucharía...
Michael dejó que la música le guiara. Los acordes iban y venían
hasta crear una armonía casi perfecta. Los recuerdos se amontonaban
en su mente. Las lágrimas no tardaron en caer.
Cuando finalizó la actuación, el público, eufórico, se puso en
pie para ovacionar a su gran artista. Las luces se fueron encendiendo
y, por fin, el músico pudo reconocer a sus amigos, colegas y
compañeros.
Michael bajó el saxo hasta apoyarlo en la rodilla que tenía
doblada, apoyando el pie en la barra del taburete, e inclinó la
cabeza en agradecimiento a sus aplausos. Junto al taburete había una
mesa alta donde descansaba un vaso de whisky con un par de cubitos de hielo casi
derretidos. Lo miró y sonrió. No, no se había olvidado... Desvió
la vista hacia la barra y allí estaba, Karen, la mujer que
jamás permitió que abandonara lo que más amaba hacer. Sonrió y,
moviendo los labios en un suave susurro, murmuró: «Gracias». Ella
se limpió los ojos inundados de una extraña mezcla entre tristeza y
alegría y le contestó: «Te quiero».
Cogió el vaso de whisky. Volvió a mirarla. Le dio un sorbo. Los
recuerdos iban y venían. La volvió a mirar. Ella lloraba pero no
dejaba de sonreír. El público seguía aplaudiendo. Le dio otro
sorbo y, cogiendo aire, acabó con el líquido, bebiéndolo de un
trago.
Los sonidos a su alrededor se fueron haciendo cada vez más suaves.
Las luces se emborronaron. Sintió un ligero mareo y, por fin, todo
acabó para él.
* * *
El periódico de la mañana anunciaba la muerte de un saxofonista en
un bareto de las afueras por culpa de un ataque al corazón. Karen
cerró el diario y se apoyó en el balancín del porche de su casa,
apretándolo contra su pecho. El día que Michael se presentó en su
casa, llorando desconsolado, con una previsión de vida de no más de
una semana, solo pudo abrazarle y decirle que no se preocupara, que
ella estaba dispuesta a lo que fuera por verle marchar feliz. Al
principio la idea le pareció un disparate. ¿Cómo iban a hacer eso?
¡Y en su local! Pero al ver la cara de su amigo tras beberse el
whisky todas las dudas se disiparon. Se iba en paz. Se iba feliz.
Ahora, cada atardecer, parece que los pájaros le devuelvan, con cada
trino, las notas que su amigo dejaba volar. Levanta la cabeza hacia
el cielo anaranjado y nubes rosas. Sonríe.
—Les
has enseñado bien, amigo mío...
FIN.
Uff que fuerte. Un abrazo grande Carmen.
ResponderEliminarBuenas, Andrés!! Qué bien tenerte por aquí de nuevo ^^
EliminarUna historia fuerte, quizá tengas razón XD
Pasa una bonita tarde!! ;)
Todo un blues tu relato, muy triste pero con ese regustillo a amor del bueno que cosquillea. Un escenario perfecto para emocionarse y una historia preciosa para sonreir mientras se fugan unas lágrimas. Muy bonito.
ResponderEliminarBravo, Carmen!!!
¡¡Hola, Miguel Ángel!! Mil gracias por pasarte por aquí y por dejarme estas palabras ^^ Sí, es una historia triste. Pero es que las despedidas, sean como sean, siempre son tristes. Y, en este caso, además, es la última despedida...
EliminarPero me alegra que a pesar de su tristeza, hayas captado el cariño que esconde :)
¡¡Un abrazo bien fuerte!!
Un placer volver a leerte. Lo echaba de menos. Este relato es de los que a mí me tocan el alma. Has conseguido emocionarme . Muchas gracias por compartir tus letras. ¡¡Muchos abrazos y besos!!
ResponderEliminarHola Fran!! Bienvenido de nuevo!! Muchas gracias ^^ Me alegra que te haya llegado al corazón :)
EliminarBesazo de vuelta!!