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Ella


Luna, no le cuentes a nadie mi secreto. No les muestres este rostro, siempre oculto tras la  máscara de la amazona. No expliques los tormentos que en mi vida me han acompañado, ni las batallas de dudosa ética que he tenido que librar... Todo se sabrá en su momento. Te lo aseguro.

Mi querida Luna... Cuántas veces nos hemos visto una a la otra. Cuántos momentos he deseado tenerte a mi lado, verte alargar el haz de luz que ahora me baña y que me llevaras a tu lado para bailar contigo y las estrellas...

La joven rememora tiempos pasados envuelta en la melancolía de quien sabe que jamás volverá a ser lo mismo. Suspira y se despoja de sus ropas. Observa de nuevo el cielo, sintiendo una extraña conexión con la blanca esfera que ilumina la noche oscura. Siempre la ha sentido, pero esta noche la siente más fuerte, más vibrante.

Ha llegado la hora. Después de tanto tiempo, vieja amiga, por fin puedo deshacerme de los velos que ocultaban mi yo real. Hoy, por fin, podré volver a ser yo misma.

Media sonrisa se esconde entre sus labios. Su mirada cambia.

Luna, despiértame...

De entre las nubes, Luna esparce su luz alejando las sombras. El cuerpo desnudo de la joven se envuelve con ella, como si de un manto blanco se tratase.

Siente un escalofrío. Hacía demasiado tiempo que se mantenía aletargada en ese cuerpo débil y frágil.  Demasiado. 


Calor. Escozor. Quemazón.


Sus ojos color miel toman el color del hielo. Su boca de sonrisa tierna se transforma en una mueca estrafalaria donde los dientes, afilados, aparecen poco a poco entre los labios. Y su piel... Esa piel  siempre suave, siempre tersa, se cubre de un pelaje gris que parece brillar con reflejos de plata....


De lo más hondo de su ser surge un grito de guerra, un homenaje ancestral a las estrellas, y miles de aullidos lejanos se unen a su canto rompiendo el silencio de la noche.


 Luna la observa orgullosa y brilla con más fuerza. «Bienvenida de nuevo, hija mía...»


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