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CUENTO DE NAVIDAD





 

—Mami, ¿a ti te gusta la navidad? —preguntó el pequeño mientras se tumbaba sobre la almohada de su cama.

            Ella le arropó con el edredón hasta el cuello y le dio un beso en la frente.

            —Pues claro. —Pasó la mano por el pelo del niño con cariño—. ¿Cómo no me va a gustar? ¿No has visto lo bonita que hemos puesto la casa?

            El pequeño soltó una risita traviesa y asintió con la cabeza.

            Ese fin de semana, aunque estaba cansada y se sentía algo apática, se lio la manta a la cabeza y sacó del trastero todas las cajas llenas de adornos. No tenía ganas de decorar, ni siquiera de pasar esos días con la familia, con quien últimamente no se llevaba demasiado bien; pero, recordar la carita de emoción de Noah al ir sacándolo todo (las bolas de cristal, brillantes y llenas de purpurina, las guirnaldas, los cascabeles, las figuritas del belén…) le animaron a hacerlo. Al fin y al cabo, no podía dejar que se perdiera todo aquello por ella.

            —A mí también me gusta. —A Noah se le escapó un bostezo y se giró hacia un lado cerrando los ojitos—. Te quiero mucho, mami… —añadió apenas en su susurro.

            —Y yo a ti, cielo.

            Le volvió a besar en la frente y salió del cuarto, entornando la puerta con cuidado y dejando una rendija abierta para que la luz del pasillo entrara lo justo, tal y como habían acordado después de muchas disputas por mantener o no la luz encendida de la habitación.

            Con paso lento, casi arrastrando los pies por el suelo, se dirigió hacia la cocina y se sirvió una copa de vino. Se sentó en uno de los taburetes de la cocina y miró el reloj. Aún faltaban un par de horas para que su pareja llegara del trabajo. Apoyó el codo en la encimera y reposó la cabeza sobre la mano.

            «¿Te gusta la navidad?, ¿en serio?», pensó.

Ya nada era como antes. Y después del maldito año que habían pasado…

Ella, que siempre esperaba estas fechas con tanta emoción que los días antes de empezar a adornarlo todo se volvían eternos, ahora lo que menos quería era que llegaran.

Le vino a la mente su infancia, aquellos días en los que regresaba al pueblo para pasar las fiestas con la familia, cuando todo eran risas y jolgorio.

Una de las cosas que más le gustaba cuando era niña, era llegar a casa de sus abuelos después del viaje. Siempre avisaban cuando salían y los abuelos, nerviosos, calculaban las horas que faltaban para verlos. Y, entonces, por fin, llegaban al pueblo. ¡Qué sensación tan cálida era llamar al timbre y subir corriendo las escaleras, sabiendo que ya les esperaban en la puerta para apretujarles entre sus brazos!

Miriam notó que se le humedecían los ojos. Dejó escapar un suspiro. Cogió la copa de vino y se fue al salón para arremolinarse en el sofá, cubriéndose las piernas con una manta.

Hacía mucho que no se paraba a pensar en aquella época. Los villancicos sonando en bucle en el radiocasete, el olor a guiso que escapaba de la cocina, los polvorones y pastas colocadas en su bandeja, de la que siempre desaparecía alguno antes de la cena, los juegos con los primos, las risas, los cantos a pleno pulmón acompañados con tambores improvisados, el pandero, las bromas, el flan de postre o el melocotón en almíbar con su piña formando una carita sonriente.

Los recuerdos se amontonaban en su memoria y le provocaron un nudo en la garganta. Aquellos tiempos no volverían. De hecho, ellos ya no volverían. Tras un año difícil, todos habían ido partiendo, dejando un vacío enorme en sus corazones. Notó cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas y sacudió la cabeza con fuerza. No quería recordar más. Lo mejor era olvidar. Ya no era igual. Nada era igual…

Sus párpados pesaban. Se recostó sobre el brazo y dejó que aquella sensación soporífera inundara su cuerpo. Estaba tan cansada…

 

—Hola cariño, —Miriam estaba sentada en la mecedora de su abuela—, ¿estás bien? Pareces estar de morritos.

Miriam levantó la mirada y vio a su abuela de pie, a su lado, con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces notó que los pies le colgaban de la mecedora. Miró sus manos y se dio cuenta de que volvía a ser una niña.

—¿Abuela? ¿De verdad eres tú?

       —¿Quién voy a ser sino? Anda, déjame que te meza un poquito, como hacía antes, cuando veníais a casa. ¿Te acuerdas?

        Miriam se levantó de un salto y dejó que su abuela se sentara en la mecedora para luego sentarse sobre su regazo y mecerse juntas.

            —Un pajarito me ha dicho que ya no sientes lo mismo por la navidad. ¿Es eso cierto?

            —Bueno… No sé… —balbuceó.

            —¿Y es por eso por lo que estás tan triste?

—Es que ya no es lo mismo… Es como si la magia ya no estuviera…

—Entiendo. Pero ¿sabías que, aunque parezca que no está, la magia de la navidad nunca desaparece del todo? —Miriam levantó la cara para poder mirar a su abuela—. Aunque las cosas cambien y parezca que ya no está, la magia sigue ahí, esperando a que la vuelvas a encontrar; es como una pequeña chispa en un fuego casi apagado, esperando a que lo volvamos a avivar.

            » Cada vez que haces algo para que los ojitos de un niño brillen; cada vez que os reunís todos a la mesa y dejáis que la risa aflore y que los cantos llenen la estancia; cada vez que sonríes al ver un belén, una estrella brillando en la calle o un árbol lleno de luces, es como si le dieras fuerza a esa pequeña chispita y esta creciera cada vez más.

            » Pero ¿sabes cuál es el secreto para que la magia vuelva de verdad?

            —¿Cuál?

            —¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?

            —Te lo prometo.

            —Pues el secreto es: el amor.

            —¿El amor?

            —Sí, cariñito mío. El amor es la clave para conseguir que la magia llene cada navidad igual que llenaba las que recuerdas con tanto cariño. Pon amor en cada comida que prepares, en cada gesto hacia los que te rodean; llena de amor los regalos que hagas y espárcelo siempre que puedas para que los demás se contagien de él. Aunque… —La abuela bajó a Miriam de su regazo y se arrodilló frente a ella para poder verla cara a cara—. Eso ya lo sabías, ¿verdad?

            Su abuela señaló hacia su espalda y Miriam se giró a mirar, sin entender. Sus ojos se abrieron de golpe. Sí… sí que estaba ahí…

            Frente a ella estaban los tres (ella, Zuri y su pequeño guerrero), sentados junto al árbol, viendo una película de dibujos en la tele, riendo y comiendo palomitas de colores.  Todo parecía brillar más.

            —Esa magia sigue dentro de ti, ¿a que la puedes notar? —La abuela se puso en pie y se alisó la falda antes de despedirse—. Me tengo que ir ya, cariño... Sé que no ha sido fácil. Ha sido un año duro para todos. Pero no pierdas la ilusión, ¿vale? 

            Miriam se lanzó a sus brazos y rodeó su cuello, apretándola en un abrazo.

            —No quiero que te vayas, abuela…

—Yo siempre estaré aquí —dijo, posando la mano en su pecho. —No lo olvides. Igual que tus otros abuelos. Siempre estaremos con vosotros. Siempre. ¡Ah sí! Que casi me olvido… ¿Me podrás hacer un favor enorme? —Miriam asintió con fuerza, limpiándose las lágrimas—. Ayuda a mamá de mi parte, ¿vale? Que sé que lo está pasando mal… Os necesita más que nunca.

—¡Claro! ¡Te lo prometo!

 

Al abrir los ojos, Miriam se dio cuenta de que Zuri ya había llegado a casa y que estaba a su lado viendo un programa en la tele.

            —Buenas noches —dijo al notar que se había despertado.

            —Vaya… me he quedado dormida…

            —Lo sé —rio—. ¿Todo bien?

            Zuri sabía que llevaba unos días de bajón, pero no quería forzarle a hablar.

            —¿Sabes?, he soñado con mi abuela…

            —¿A sí? Pues seguro que eso es porque te ha venido a ver.

            Miriam se quedó en silencio un instante y luego se acurrucó sobre su pecho.

            —¿Mañana me querrás acompañar a mi casa? Quiero ayudar a mis padres con los preparativos de mañana.

            Zuri sonrió.

            —Pues claro. Seguro que se pondrán contentos, sobre todo cuando vean al peque, que hace tiempo que no le ven.

            Al imaginarse a su hijo llegando a casa de sus padres, notó que el corazón le daba un vuelco. ¡Claro! ¡¿Cómo no se había fijado antes?! Ahora era el momento de Noah. De crear la magia y los momentos que llenarían su infancia y que luego recordaría con cariño. Y fue entonces, al verse a sí misma con una sonrisa tonta en los labios viendo a su madre abrazar a su hijo, cuando se dio cuenta de que todo era una rueda. Una rueda que no cesaba de girar. Cuando unos se iban, era el momento de que los otros crearan nuevos recuerdos para que los siguientes pudieran tomar su relevo. Y así, una y otra vez, para que la magia de la navidad consiguiese mantenerse viva.

 

FIN

 Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative.com

*Nota de la autora:

Todos pasamos por momentos en los que las ganas no son las que eran, pero recuerda que siempre, siempre, habrá una chispita de magia esperando para que, cuando te veas con fuerzas, la avives de nuevo y vuelvas a hacerla brillar.

Y no importa si, a diferencia de este cuento, no hay niños para que nos contagien con su ilusión, porque el amor no entiende de niños o adultos. Todos, absolutamente todos, lo tenemos en nuestro corazón.

 

Os deseo una muy feliz Navidad y que el año que está por entrar os llene de felicidad. ¡No perdáis nunca la ilusión!


Comentarios

  1. Un bonito cuento de Navidad. Yo no tengo recuerdos de haber pasado ninguna navidad con mis abuelos. Tres se fueron demasiado pronto y la abuela que vivió más tiempo que la conocí más vivió a mas de 800 Kms. Y nunca fuimos en Navidad a verla.

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    1. Buenas tardes, Mamen! Muchas gracias :)
      Aunque siento mucho que no pudieras disfrutar de tus abuelos. Lo cierto es que se da por hecho que son parte indispensable de nuestras vidas, cuando cada familia es un mundo...
      Muchas gracias por contar tu historia :)
      Que este 2022 te traiga miles de momentos maravillosos por vivir!! Un abrazo, guapa!

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