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EL ÁRBOL EN EL QUE TE CONOCÍ (Parte 2)


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Anael estaba perpleja por lo que acababa de escuchar. «No puede ser», pensaba una y otra vez. ¿Cómo iban a enviarla a una misión donde otros habían fracasado, llegando incluso a la muerte, en su primer caso? No tenía ningún sentido.

Carlos observaba en silencio. No hacía falta que dijera nada. Sabía exactamente lo que estaba pensando, que era una locura quedarse con él.

—Vete ahora que aún estás a tiempo. En serio, Anael, es mejor así...

Separó la mano se la espalda del chico y regresó a la habitación. Se puso en pie despacio, atormentada por las dudas. Carlos se dio media vuelta y quedó boca arriba. Aún dormía.

—...antes de juzgar al alma que te ha sido encomendada, debes convivir con ella y conocerla... —repitió la voz de Gandiel en su cabeza.

«No pienso rendirme así como así», pensó apretando los puños con fuerza.

En ese momento Carlos abrió los ojos, desperezándose como si hubiera dormido una noche entera. Pasó los brazos por detrás de su cabeza y se quedó mirando el techo con mirada apagada. Una lágrima resbaló desde el rabillo del ojo hacia la almohada.

—Maldita sea... —murmuró apenas sin voz al sentirse solo de nuevo.

Anael sintió una punzada en su pecho. Quiso hacerle saber que seguía allí. Pero pensó que sería mejor que no lo supiera para poder averiguar qué había pasado. Y sabía perfectamente por dónde debía comenzar a indagar.

Estaba dispuesta a salir de allí para ir a ver a su mentor, cuando un aire gélido entró por la ventana abierta. La joven realizó un movimiento con los dedos a modo de sellos mágicos y se escondió en una dimensión segura donde no podría ser detectada por nada ni por nadie, pero que le permitía ver y oír lo que sucedía en el plano real. Frente a ellos, un hombre alto, delgado y de rostro afilado, se puso en pie frente al chico.

Carlos sintió un escalofrío y se sentó en el borde de la cama.

El extraño se acercó a él y dobló su espalda para poder estar a la altura de sus ojos. El chico no parecía ver lo que tenía en frente. Se limitó a frotarse un brazo, distraído.

—Mmm... —Su voz era gutural—. Tus ojos aún mantienen ese maldito brillo. —Se irguió y paseó con parsimonia a su alrededor—. ¿Qué tengo que hacer para que desaparezca?

Una sonrisa que helaba la sangre se dibujó en su cara. Chascó los dedos y se apartó unos pasos para contemplar la escena que estaba a punto de tener lugar.

La puerta de la habitación se abrió. La madre de Carlos entró en ella y fue directa hacia los papeles del suelo.

—¿Se puede saber qué es esto? —dijo con sequedad.

Carlos se puso en pie nervioso.

—¡Mamá! ¡Te lo puedo explicar!

La mujer miró a su hijo con desprecio.

—Eres un vago, igual que tu padre... —Soltó cada palabra como si se tratara de dagas que lanzaba hacia su hijo para herirlo de muerte.

—Ni se te ocurra mencionar a mi padre —recriminó el chaval con rabia.

—Sabes que necesitamos el dinero y tú, erre que erre, con las mismas tonterías que él.

El extraño frotó sus manos a la vez que volvía a sonreír con maldad, regocijándose en sus recuerdos.

Carlos recordó la imagen que tenía grabada a fuego en su memoria. La imagen de su padre colgando de la lámpara de su despacho. Era tan real que casi podía tocarle. Apretó ambas manos con fuerza.

«Dios mío», pensó Anael al ver lo que su protegido recordaba, llevando sus manos al pecho. Miró al desconocido y en seguida intuyó lo que había pasado. Si sus sospechas eran ciertas...

—Será mejor que te dejes de tanto pajarito, y te centres en hacer lo que debes hacer. —La madre seguía escupiendo palabras una y otra vez—. Tu padre era un cobarde. En qué hora dejé que pasaras tanto tiempo con él... Sólo te ha llenado la cabeza de idioteces sin sentido... Espero que al menos aprendieras algo de todo aquello.

—¡No vuelvas a hablar así de él! —gritó enfurecido.

—Hijo mío —dijo su madre soltando un suspiro—, yo solo quiero que seas un hombre de bien... Tienes que abrir los ojos de una vez. ¡Tienes que darte cuenta de que la vida es más que ir por ahí soñando despierto! La realidad es dura, corazón mío... —Frunció el ceño—. Y yo no voy a estar aquí siempre para sacarte adelante. Estoy cansada. Y ya no eres un crío.

Carlos miraba a su madre con los ojos enrojecidos, aguantándose las lágrimas. Echaba tanto de menos a su padre... Desde que tenía memoria, ella siempre les trató con desprecio. Su padre le decía que ella antes no era así, que no se lo tuviera en cuenta, que algún día volvería a ser aquella a la que tanto había llegado a amar. Pero aquella mujer que, según él, era amable, y les quería como nadie, jamás regresó. Y fue incapaz de soportarlo.

En su fuero interno, el alma de Carlos comenzó a gritar.

—¡Para! ¡Para de una vez!

Las lágrimas caían sin parar. Sabía lo que ese desgraciado estaba haciendo, quería atormentarle aún más de lo que estaba. Era consciente de que la muerte de su padre no había sido culpa de su madre, sino de él, que reía para sus adentros observando a su víctima. Su madre estaba sufriendo. Lo podía notar. Y aunque intentaba contener la verborrea que escapa de sus labios, era incapaz de frenarla. Carlos deseaba con todas sus fuerzas que su yo real se diera cuenta de que todo era una pantomima creada por ese malnacido, pero por mucho que se esforzaba para que se diera cuenta de ello, escuchaba y daba por ciertas cada una de las palabras que su madre decía.

—Por favor... para ya... —sollozó con el corazón roto.

Recordó la cara de Anael. Aquella mirada llena de ternura y su bonita sonrisa. Si al menos ella estuviera allí... Negó con fuerza. No quería que otro ángel cayera muerto por su culpa.

La voz de su madre le hizo regresar.

—Ahora, haz el favor de coger esto. —Lanzó los papeles hacia el chico—. Y búscate la vida.

Carlos se agachó a recogerlos con las lágrimas derramándose. Se puso en pie. Miró a su madre salir de la habitación sin ni siquiera un atisbo de cariño hacia él. Sujetó los documentos en su mano, apretándolos entre sus dedos. Una gota cayó sobre ellos por culpa de la gravedad y la tinta se emborronó. «No aguanto más...»

El extraño se acercó a él. Le susurró algo al oído y Carlos se secó las lágrimas con la manga de su jersey. Su gesto cambió. Desvió la vista hacia el pequeño ordenador portátil dónde solía escribir sus historias.

«¡No!», gritó Anael al cobijo de su dimensión.

Pero Carlos no podía oírla. Se acercó. Lo encendió. Decidido, comenzó a eliminar cada una de las historias que había escrito. Primero de la red. Luego los archivos del portátil. Y así hasta que no quedó resquicio de ellos.

El extraño sonrió complacido y, tal y como apareció en la habitación, desapareció.

Anael estaba enfurecida. Más de lo que lo había estado en toda su vida. Enfurecida con su protegido por haber cedido a las presiones de aquel ser despreciable. Pero mucho más aún con ella misma por no haber sido capaz de entrar en acción y hacerle frente. Era un demonio poderoso. Pero no se había pasado tanto tiempo esforzándose en la academia para esconderse cuando las cosas se complicaban.

Carlos, desde su prisión, empezó a notar cómo el color de sus extremidades se iba volviendo ceniza. Se había rendido.

La joven realizó otro movimiento de manos y apareció de nuevo en aquel infierno particular. Carlos se veía como si un tenue velo le hubiera cubierto su piel. Al oler la fragancia a flores elevó la vista hacia ella, pero apenas si consiguió esbozar una leve mueca a modo de sonrisa.

Corrió hacia él.

—¡¿Por qué lo has hecho?! ¡Sabías que era una treta de ese demonio! ¡¿Por qué has dejado que te domine?!

Carlos desvió la vista y la sonrisa se esfumó de su cara.

—No deberías estar aquí... —murmuró.

Estaba a punto de soltarle una bofetada con toda la rabia acumulaba, cuando un viento frío heló su espalda.

—Veo que tenemos compañía —susurró alguien cerca de su oído.

Anael giró su cara con lentitud, con la respiración cortada por la sorpresa. Allí estaba. El mismo que había estado atormentando a Carlos. Tardó varios segundos en reaccionar. Pero antes de poder siquiera alejarse de él, el demonio la cogió del cuello con una mano.

—¿A cuántos de vosotros voy a tener que eliminar para que dejéis de incordiar? Ahora él es mío. Y nadie podrá impedir que termine donde deberían estar todos los que son como él. —Acercó su cara hacia ella. Inspiró con fuerza recogiendo su aroma y sonrió dejando entrever unos dientes afilados—. Creo que disfrutaré mucho con esto...

La joven sintió un escalofrío recorriendo su espinazo.

Carlos observaba la escena con tristeza. Y aunque deseaba poder salvarla de sus garras, no le quedaban fuerzas ni para gritar.

—No te tengo miedo —espetó la joven con firmeza.

—Puedo oler el miedo en tu piel, angelito bello —Acto seguido, lamió la mejilla del ángel, saboreando el momento de romper en pedazos su frágil cuerpo—. No intentes negar la evidencia...

Anael notó cómo su mano aflojaba un instante mientras su lengua rasposa y maloliente erosionaba su mejilla. Era ahora o nunca. Con un rápido movimiento de su mano, buscó entre los pliegues de su vestido la daga que ocultaba en su muslo, atada con una cinta azulada. Sacó el arma y con celeridad la levantó rasgando las vestiduras del demonio.

El ser infernal soltó una sonora carcajada a la vez que soltaba a su presa y daba un salto hacia atrás alejándose del peligro. Al ver la daga, su risa se tornó en un gesto serio.

—Con eso podrías hacerte daño —dijo con sorna, mirando la daga. Fue entonces cuando vio su empuñadura dorada con forma de cuerda, que se enroscaba alrededor del filo de diamante. Disimulando su sorpresa, añadió—: ¿Desde cuándo el insensato de Gabriel le da semejante arma a una novata como tú?

Anael no contestó. La daga de Gabriel era una de las reliquias más antiguas que se conservaban en la orden, y su dueño, el mismísimo arcángel, se la cedió cuando se graduó en la academia como premio a su valía.

—Eso a ti no te importa —contestó.

Sin darle tiempo a formular otra pregunta, la joven se abalanzó contra él. El demonio esquivó el ataque e intentó golpearla por la espalda para hacerla caer. Pero era ágil, y, después de mover los dedos de su mano realizando los sellos del hielo, se separó lo justo para, al pasar junto a él y notar cómo se abalanzaba contra ella con la intención de derribarla, golpeó su estómago. Al entrar en contacto con el cuerpo, de la punta de los dedos empezaron a salir cristales de hielo que se adentraban en la carne del demonio y laceraban su torso.

Anael se alejó. Colocó la daga entre sus dedos y comenzó a recitar los versos de la muerte a la vez que la daga empezó a brillar con mayor intensidad. El demonio le miró desconcertado.

—¡No puede ser que conozcas esos versos! —gritó.

Sonrió orgullosa y corrió hacia él. Había llegado su hora.

Al acercarse lo suficiente, miró la cara de su contrincante. Quería guardar en su memoria el momento en que la daga sesgara su vida. Pero lo que encontró no fue el terror en su mirada, como esperaba, sino una sonrisa malévola que le heló la sangre. Intentó frenar en seco. «¡Es una trampa!», pensó. Pero era demasiado tarde. Del cuerpo del demonio empezaron a salir hilos de alquitrán que se dirigieron hacia ella a gran velocidad. Intentó realizar un escudo para evitar quedar atrapada, pero, de pronto, alguien la sujetó por la espalda, abrazándola con fuerza. «No... No puede ser», pensó al darse cuenta de lo que acababa de pasar.

—Así es, pequeña —susurró el demonio junto a su oído, apretando su cuerpo contra el suyo—, ¿acaso pensabas que te iba a dejar que me atacaras sin más? Por favor... Soy demasiado viejo como para no darme cuenta de tus intenciones.
La joven forcejeó intentando zafarse de los brazos que le aferraban con fuerza. Poco a poco, los hilos de alquitrán empezaron a rodear su cuerpo. Los tobillos, las pantorrillas, los muslos... Y fueron ascendiendo hasta cubrir casi la totalidad de su cuerpo. Sujetó la daga con fuerza. No podía permitir que cayera en manos de un demonio. Pero los hilos se acercaban amenazantes desde su hombro. «No me va a quedar más remedio», pensó notando cómo el aire comenzaba a escasear.

Carlos miró la escena aterrado. Sabía lo que iba a pasar. Lo había visto demasiadas veces. Aquellos hilos negros se apretarían contra el cuerpo del ángel con tanta fuerza, que acabarían por descuartizarlo.

Anael no estaba dispuesta a que todo acabara así. «Acabaré sin fuerzas... Pero si no lo hago...» Cerró los ojos con fuerza intentando soportar el dolor que sentía.

—Así me gusta —murmuró el demonio con cierto regocijo—, cuanto más te resistas mayor será tu sufrimiento y mejor tu sabor.

El oxígeno se consumía demasiado rápido. Intentó coger aire. La presión insoportable sobre su pecho apenas dejó que entrara. Apretó la daga. Abrió los ojos y con un esfuerzo que sobrepasaba sus límites, consiguió invocar sus alas de hierro. Era una técnica difícil y que consumía demasiada energía, pero no tenía alternativa. Con un resplandor azulado, las plumas de sus alas comenzaron a transformarse en un acero resistente y cortante. Intentó abrirlas. Debía cortar los malditos hilos si quería escapar de aquella prisión. El demonio no se dio cuenta de lo que estaba pasando hasta que, de pronto, las alas de la joven se abrieron de par en par haciendo saltar por los aires el alquitrán que la mantenía presa.

Apenas le quedaba energía para mantenerse en pie. Haciendo verdaderos esfuerzos por mantener los ojos abiertos, se abalanzó sobre el demonio, hundiendo la daga en su pecho.

El demonio miró la mano de Anael contrariado. Sintió un líquido caliente comenzando a resbalar desde la mano del ángel y el frío del diamante adentrándose en sus entrañas. Elevó la vista hacia la cara de la chica. Estaba manchado con salpicaduras de su sangre.

—M... mala puta... —consiguió balbucear, antes de que una bocanada de sangre saliera despedida de su boca.

La rabia le carcomía.

Anael sacó la daga. Dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo. Respiraba agitada, intentando recuperar el oxígeno perdido. Su mano, manchada de sangre, temblaba ligeramente.

—¡No! —gritó Carlos.

Anael le miró desconcertada y un golpe seco golpeó su cuerpo.

Sus ojos se abrieron por completo tras el impacto. Frente a ella, el demonio mostró una sonrisa pérfida, dio una arcada por culpa de la sangre que empezaba a coagular y cayó al suelo quedando bocabajo.

Acercó sus manos hacia el pecho. Algo había atravesado su cuerpo. Miró, y al ver una lanza de alquitrán ensartada en su pecho, se estremeció.

—No... No lo vi venir... —musitó esbozando una tímida sonrisa.

No le quedaban fuerzas para mantenerse en pie. Se dejó caer sobre una rodilla y miró a Carlos. No se había dado cuenta de lo bonitos que eran sus ojos hasta entonces. Sintió un escalofrío y, cerrando los ojos, se dejó caer vencida por el dolor y el agotamiento.



CONTINUARÁ...


Obra registrada a nombre de Carmen de Loma en SafeCreative.


Comentarios

  1. Al inventor del folletín por entregas le daba yo...
    Hala, s esperar de nuevo :'(

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    1. Jejejeje Perdón, perdón!! Es que no quería que fuera muy largo de leer... Tranqui, que la última parte subirá esta semana ;) Espero que te esté gustando mucho ^^ Abrazo!!

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  2. bellísimo!
    Y ahora esperando ansiosamente su última parte...
    Felicitaciones y saludos desde Argentina!
    Clara

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    1. Muchísimas gracias guapísima! Cuanto me alegro de que te esté gustando la historia ^^

      Un abrazo muy fuerte!! Y pronto el desenlace final ;)

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  3. Realmente sabes mantener el interes entrega tras entrega... Un saludo y a leer por mi parte a todo correr la tercera parte.

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    1. jejeje Me gusta dejaros con las dudas ^^ Y si te has quedado con ganas de más, eso ya es mucho! Me alegra que te esté gustando, Alex!!

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